Por Iván Bueno, periodista de la Universidad de Chile. Es especialista en comunicación organizacional y gran minería y manejo de crisis comunicacionales. Es experiodista del diario Las Últimas Noticias (Chile) y excodelquiano (Codelco). Hijo de la educación pública, cocinero y pintor aficionado, conversador empedernido. Lo encuentran en LinkedIn, Instagram y Tik Tok.
Fue una historia que mantuve en secreto por años. Solo se la revelé a mi madre, no por culpa, sino por curiosidad, después de que mi papá había muerto…
Suscríbete a nuestro newsletter
Una infancia difícil, de mucha estrechez económica, le impuso a mis papás una realidad inevitable: trabajar de sol a sombra para enfrentar las urgencias económicas. Mi papá de chofer; mi madre como modista, vendedora de ropa y de huevos caseros, y el trabajo siempre presente de una mamá.
Eran tal las necesidades que hasta nosotros intentamos aportar al presupuesto familiar, haciéndolas con mi hermano menor, un verano, de empaquetadores de supermercado. Se trataba de un acto solidario y rebelde, porque mi papá nunca aprobó la idea, incluso cuando, emocionado, le entregamos el poco dinero que habíamos conseguido.
Sin embargo, pese a todos esos malabares, el fantasma de las deudas volvía a aparecer en mi familia, grande y lapidario, y cada vez que caminaba por casa, había que rendirle tributo.
Muchos años después, mi padre ya enfermo, me contó una historia de esos años, en el peor momento de la crisis económica de los inicios de los años 80 en Chile, cuando atrapado por ese fantasma indestructible a él se le ocurre una idea audaz para salir del atoro:
-Una vez me puse a sacar cuentas para ver si vendía esta casa y, con lo que me dieran, comprar una más chica y un auto con el que pudiera trabajar. Incluso alcancé a mirar algunas casas de aquí del barrio.
-¿Por qué no la vendiste? -le pregunté.
-Tu mamá no lo habría aceptado. Para ella esta casa es su tesoro, su hogar.
-Pero, ¿al menos se lo contaste?
-Lo analicé por varios meses, hasta que salió lo de don Manuel.
La verdad, “lo de don Manuel”, era un poco más de lo mismo: un cóctel de harta pega y bajo sueldo que mi papá bebió por años, hasta que con mis hermanos empezamos a trabajar, unimos fuerzas y fondos, y ejecutamos dos acciones: comprar un auto y pagar todas las deudas que teníamos, salvo la hipotecaria, porque no había ningún descuento.
No todas las familias pueden hacer eso. De hecho, varios parientes nuestros debieron recurrir a préstamos de dudosa procedencia para encontrar un desahogo, ciertamente perecible, como un espejismo, porque ya sabemos que en esa calle se vive el consejo que le da el jefe Mark Hanna al subordinado Jordan Belfort (personajes interpretados por los actores Matthew McConaughey y Leonardo DiCaprio, respectivamente, en la película “El lobo de Wall Street”): nunca se le devuelve el dinero a los inversionistas, siempre se les hace “invertir más”, o en este caso, endeudarse más. Sí, la sensación era esa: siempre te endeudabas más, aunque todo lo que tenías en el bolsillo saliera de tu pantalón.

Ojalá en esos tiempos alguien hubiera mencionado la necesidad de una renta básica universal o un perdonazo parcial, por un tiempo, para que respiraran las familias como la mía.
Es que la gente no es tonta cuando se la apoya. Y una forma de emparejar la cancha de la desigualdad es depositar confianza en el ciudadano de a pie, confiar en su criterio, no pagarlo por tonto. Es lo que me demuestra un sondeo realizado hace poquito por la Universidad del Desarrollo, en Chile, sobre el destino del dinero que los chilenos sacaron de sus cuentas individuales de los fondos de pensión, y que arrojó que el 56% los usó para ahorrar, para invertir en un emprendimiento o para pagar deudas.
Tecnología y startups para facilitar la entrega de ese tipo de ayudas estatales existen, y si no se las han integrado a aquello es solo por maña política, por no querer soltar la sartén y los privilegios de esos que buscan lo que predica Mark Hanna: siempre se les hace “invertir más” o endeudarse más.
Sobre el secreto de mi papá, luego de escuchar la historia, mi mamá reflexionó un rato y me dijo: “Creo que lo habría apoyado… Mi pobre viejito, tanta preocupación que pasó por nosotros… Amén”.